Estábamos a pocos días de que llegara el gran espectáculo a la ciudad, el mismo
que traía la oscura y atractiva fama de ser un oscuro ritual en el que participaban extraños que adoraban figuras paganas. Según los que ya lo habían
visto (los del pueblo mas cercano a la capital) y esto sólo se sabía de oídas,
algunas personas se habían vuelto locas, en especial los niños mas grandes del
orfanato, los mismos que no vieron la luz del día hasta después que hicieron la
primera comunión, estando casi en edad de casamiento.
La primer persona que llegó con la Legión nos
resultó espeluznante a los adultos y graciosa a los niños, que pensaban era un
disfrazado de las fiestas patronales; tenía los cabellos erizados, como si
hubiera salido de una explosión de pólvora, la piel pálida como la cal y los
ojos hundidos, muy pequeños, que parecían huir mas al fondo; por si esto fuera
poco, hacia bizcos y en ocasiones veía a dos lados diferentes a la vez, a
voluntad, siempre que, según nos imaginábamos, se lo ordenaban los espíritus a
los que se encomendaba. De esta forma,
podía ver a dos personas a la vez, y causar miedo así a dos almas al
mismo tiempo.
Traía consigo lo que llamaba el método para entrar en contacto con el más
allá, una especie de artilugio que resplandecía con los rayos del sol, que
nadie mas estaba autorizado a utilizar mas que él, so pena de morir o perder la razón para siempre, según sus propias
admoniciones. El aparato con el que nos sorprendió a todos era apenas un tubo
metálico, como las latas que no conoceríamos hasta mucho tiempo después, al
parecer pesada, aunque en apariencia casi hueca, en la que después de ponerse en trance, como él llamaba a sus
introspecciones, daba inicio a la función. Lo primero que hacía era pedir
autorización a iniciar el contacto, suplicaba ceremoniosamente por un lado
del tubo, esperando un momento prudente antes de acercarse al oído el émbolo
para esperar la respuesta, como quien recibe una revelación.
Todos escuchaban las historias que contaba el
advenedizo, con una mezcla de miedo y excitación, en las que afirmaba haber
entrado en contacto con los célebres hermanos Flores Magón (aunque no
especificaba con cual), entre otras personas ilustres de la Nación, pero en siquiera una
persona del pueblo había podido mas la curiosidad que el miedo, por eso nadie
había querido preguntar por sus muertos, ni siquiera la viuda del francés, doña
Gertrudis, a la que su esposo recién fallecido se le aparecía cada que Dios amanece y hasta en las marraneras, siendo éstas
sólo apariciones, pues nunca cruzaron palabra.
Contrario a lo que todos esperaban, la primera
persona que se aprestó para probar y
aprovechar la oportunidad de desenmascarar al impostor fue el recién llegado
padre Abelardo, quien no se cansaba de desacreditar en misa a esa turba de vividores.
Sucedió en la tarde del sábado, después del
servicio de las seis, que al terminar de
decir el Pueden ir en paz, el hombre
de Dios se transformó mostrando un
semblante duro, con una determinación nunca antes vista en el pueblo, en ningún
hombre. Desde que bajó del púlpito, se encaminó hacia la salida de la
parroquia, que algunos imprudentes obstruyeron por la emoción, a enfrentarse en
un duelo a muerte con el diablo, una
batalla épica de la eterna confrontación
del bien contra el mal, sin nosotros saber entonces que ambos jugaban del mismo
lado.
(Fragmento)